domingo, 9 de noviembre de 2008

Un pequeño olvido

Un pequeño olvido.

Por: Anselmo Bautista.



Sentado ahí lo observé columpiando sus pies en la banca del parque. Ese hombre pudo ser un poeta, me dije, por su ensimismamiento, su rostro perdido mirando la nada, ¿o es que había consumido alitas de ángel?

Hoy amanecí con el alma condescendiente. Ayudé a cuando cristiano ví necesitado. A la anciana le cargué su bulto de nopales hasta el mercado; al ciego le ayudé a cruzar la avenida; a la muchacha le levanté su fólder; al perro le aventé los restos de mi pay de piña; al hombre le ayudé a empujar su carcacha hacia la orilla. El caso es que me sentí como un enviado de Dios.


Quise entablar diálogo con aquella persona que pudo ser un poeta meciendo sus pies en la banca del parque, pero ya era tarde. Hacía una hora que debí comprar los zapatos que tanto le gustaron a mi purísima novia y hacía media hora que debí haber pasado por ella para llevarla a festejar su cumpleaños en algún buen restaurante. Ni pensar en llevarla a bailar a algún antro: los odia porque dice que están llenos de alcohol, humo de cigarro y libertinaje.


Regresé a mi auto, lo encendí y al cabo de unas cuadras éste dejó de funcionar. Abrí el cofre para descubrir la falla he hice lo que todo mundo hace cuando no sabe un carajo de mecánica: medí el aceite, le chequé el agua, moví los cables del distribuidor, verifiqué si aún llevaba la banda y todo con el temor de no causar un daño mayor. No descubrí nada anómalo y rogué porque alguien se acercara a ayudarme pero la gente sólo pasaba de largo en sus coches con la indiferencia al prójimo anidada de largos años.


Los ángeles ayudan a la gente, mas a éstos ¿quién los ayuda? Ya solo faltaba que me salieran alitas en la espalda. Llamé a la grúa. ¿Qué tiene tu carro?, me preguntó el mecánico en su taller. Pues de pronto se paró y ya no quiso jalar, le respondí. Le hizo un minucioso chequeo, le conectó el scanner, revisó los cables, la batería, el aceite, en fin que de pronto se quedó parado frente a mi auto, meditando, formulando su diagnóstico. Éste me va a chingar, pensé. Lo miré con insistencia como diciéndole, no se te ocurra inventar un mal que no tiene mi carrito. Me miró, y como si hubiera escuchado mi pensamiento asintió con la cabeza y luego gritó: Felipe, sácale gasolina a ese carro y échasela a éste.


Eso era todo. Un pequeño descuido. Mi carro no tenía ni gota qué quemar. Un descuido que me salió caro sólo por no pararme en una gasolinera. Llegué a casa de mi novia sin sus zapatos porque también olvidé comprarlos por andar de baboso buena onda. Ya no estaba en su casa, se había ido. ¿Con quién?


Días después seguía sin contestar mis llamadas ni recibirme en su casa seguramente molesta de no haber estado allí en su cumpleaños. Estaba angustiado, temeroso de que por un pequeño olvido pudiera perderla. Ciertamente nuestra relación tenía más declives que ascensos pero no lo suficientes como para recibir ese trato de silencio por no haber llegado a la hora de la cita. Necesitaba explicarle lo sucedido y la imposibilidad de hacerlo me llenaba de malhumor.


Un sobre anónimo llegó a mí conteniendo unas fotografías que me gritaban la falsa imagen de mi novia. Ya no sé quién le debe la explicación a quién. La siguiente imagen habla por sí sola. mi novia descansa sobre el pavimento.



Ahora me encuentro meciendo mis piernas, sentado en alguna banca de algún parque. Quizá me vuelva poeta.



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Libre de virus, libre de chingaderas.

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