miércoles, 27 de mayo de 2009

La Rulera Rusa


LA RULETA RUSA

Por: Anselmo Bautista López

La cosa más tonta que he hecho en mi vida fue jugar a la “ruleta rusa”. No fue por los efectos del alcohol, pues éste nunca me ha producido sentimientos de nostalgia o causado un efecto depresivo; tampoco fue por despecho o desamor; de ninguna manera fueron los problemas cotidianos como tampoco lo fue el tedio o la frustración ni mucho menos por una conciencia machista.


La razón por la que jugué la “ruleta rusa” exponiendo mi vida fue por otra cosa más tonta aún. Y es que no he aprendido a negarme ante esa clase de retos tontos que finalmente no demuestran nada más que la estupidez humana.


Aquella noche me topé con un conocido de antaño. Llevábamos tiempo sin vernos y como suele suceder nos detuvimos a saludarnos. Me invitó una cerveza. Parecía tener cosas interesantes qué contar. Así que fuimos al primer bar que encontramos.


Había trabajado en plataforma de PEMEX por contrato. Me narró la fascinación de laborar en mar abierto pero también de las irregularidades. Luego se embarcó en un pesquero y habló de la pesca indiscriminada. Fue barman en un centro nocturno y me contó sus aventuras sexuales y cómo se fue enrolando en eso de la pornografía infantil.

-Yo tenía que convencer a los niños y niñas de la calle y llevarlos a unos baños públicos donde el cliente esperaba –me confesó.


Me narró las cosas más horrendas e indignantes. Sentí coraje contra mi interlocutor. A partir de allí mi tono de voz fue mudando. Me esforzaba por ocultar mi rechazo y coraje contra ese sujeto.

-Ahora soy policía –dijo.


Continuó con sus hazañas de atrapa delincuentes en un tono dominante, áspero y de muy macho. También narró sus “tranzas” y cómo sus superiores lo obligaban a hacerlo.

Las horas transcurrieron y el tipo cada vez me caía peor por el cinismo cada vez más evidente. Hasta que por fin exploté y con toda la sabiduría del mundo, le espeté:


-Eres un cobarde y un pendejo.


No fueron exactamente estas palabras que dije… fueron peores. El tipo, cuyo nombre no vale la pena pronunciar, se indignó pero más encabronado estaba yo. Nos hicimos de palabras y llegamos al acuerdo de rompernos el hocico en la calle. Él por sentirse ofendido y según yo por vengar la dignidad de niños y niñas abusadas sexualmente.


Buscamos una calle obscura y nada transitada. Y antes de darnos los primeros moquetazos, el sujeto expresó:

-¿De veras te sientes muy macho?


Rápido sacó una pistola tipo revolver que llevaba escondida y me apuntó con ella. Yo me puse blanco, blanco, blanquito. Dejé de sentir mis piernas. Y pensé que por culpa de esas criaturas que ni siquiera conocía iba yo a recibir un plomazo en la cabeza.

-Ruleta, cabrón… o te meto un plomazo.


En tanto las piernas volvían a mí, él retiró las balas de la “piña”. Me mostró una de ellas y la regresó a uno de los orificios del arma. Hizo girar el cargador varias veces y de un movimiento brusco de muñeca la encajó en su lugar y preparó el percutor.

-¡Jálale!


Reconozco que me sentí dominado y empequeñecido por el tipo. Pero también, como era mi costumbre de aceptar retos, acepté este sin hablar y el valor junto con la estupidez, me invadieron. En primera porque supuse que era casi imposible que la bala estuviera alojada exactamente en el lugar donde caería el percutor. No podía tocarme la mala suerte. Así que tomé el arma, respiré profundo, me la llevé a la cabeza y le jalé sin pensar. Bajé la mano, jalé el percutor y se la di al sujeto.

-Tu turno –balbucee.


Él la tomó. Me miró a los ojos por breves segundos. Yo bajé la mirada para no conservar esa imagen por el resto de mis días y casi rogué porque no detonara el proyectil y toda esta locura se diera por terminada.

El arma hizo su clásico ruido de percusión. No hubo explosión. Levanté la mirada y el brazo de él me entregaba el arma.

-Sigues –me dijo.


¿Acaso no había sido ya suficiente? El arma estaba ahí retándome con tres posibilidades de que no pasara nada aunque ya no era muy seguro. No obstante tuve la sensación de que esta vez tampoco explotaría en mi cabeza. Tomé el arma y sin decir agua va le jalé en mi cabeza. Un pequeño sobresalto di cuando escuché el clic y casi se la aventé al tipo como si el arma quemara.

-Emparéjate –le dije sospechando que se rajaría y ahí terminaría todo. Yo quería que así fuera.


Pero no. Aunque la mano le temblaba, sin decir palabra, le jaló. Pegó un grito fuerte. La bala seguía alojada en el arma. Comenzó a reír como alabanza a su gran valor (y suerte). Muy bien sabíamos que esa risa era de puros nervios a punto del desmayo. Di la media vuelta para retirarme.


-¡Ey, cobarde! ¿A dónde crees que vas? –habló con el tono avalentonado.

-Se acabó –le dije.

-No, no se acabó. Aún faltan dos.

Quise disuadirlo. De continuar con el juego uno de los dos iba a morir.

-Me vale. Agárrala o te disparo aquí mismo, cabrón.


Esta vez lo vi decidido a dispararme. Tomé el arma. Al menos evitaba que él me pegara un tiro. Pude salir corriendo con la pistola en la mano, lo cual no serviría de nada. El hombre que estaba frente a mí me buscaría quizá para matarme. El juego no terminaría ahí. Para darle fin habría de morir uno de los dos en esa maldita ruleta rusa en la que me metí sin medir consecuencias sólo por no saber negarme a los retos.


Con el arma en la mano elevé mentalmente un Padre Nuestro y un Ave María mientras mi observador me miraba ansioso. Los dos sabíamos que ya no había más posibilidades y su seguridad estaba fundada en que sería mucha suerte para mí y desgracia para él si la bala no explotaba en mi cabeza.


Las probabilidades de que yo muriera eran muchas. De hecho era inminente. Ya sería la de Dios si me tocaba volarme los sesos. Levanté la mano, cerré los ojos y jalé el gatillo.


Sentí cómo recorrió todo mi cuerpo un escalofrío sepulcral. Las piernas no me soportaron y caí de rodillas. Mis ojos comenzaron a lagrimear. Respiraba con dificultad. Aún estaba vivo. No hubo detonación ni sangre ni sesos regados por doquier. Recobré las fuerzas y me levanté. Tembloroso, sí; pero vivo.


Le di el arma, era su turno. Su rostro estaba desencajado. Indeciso. Era evidente lo que iba a suceder. Pude detenerlo. Él no lo hizo, pues yo tampoco. Entró en escalofrío. Su cuerpo se gelatinó. Comenzó a llorar mirándome. Levantó su brazo, me apuntó y accionó el percutor… lo que sucedió inmediatamente después no lo narraré aquí.


Eso fue hace 20 años y aún me dan escalofríos nada más de acordarme. Vean ustedes porqué. Un revolver tiene alojo para cinco cartuchos. Algunas Mágnum son de seis, pero este no era el caso. La “piña” gira al momento en que el percutor es accionado, y la bala se coloca en posición para ser percutido. Seis veces fue accionada el arma y dos veces percutido el cartucho. Esto lo sé porque cuando recogí el arma y después la hube inspeccionado, la bala estaba desplazada una posición del percutor. Esto significa que dos veces me salvé de la muerte.


Aún conservo intacta el arma y la bala que no explotó. Sucede cuando las balas son viejas o han sufrido humedad, o bien el percutor está desgastado que no llega a provocar la explosión.


Sea lo que haya sucedido, desde entonces no acepto ningún tipo de retos, ni apuestas.



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