jueves, 24 de enero de 2008

De qué sirvió.

Por: Anselmo Bautista López.


Con ansiedad supe que estaría ahí frente a los sinodales respondiendo a sus inquisidoras preguntas.

Mi nombre es Modesto. Tenía 11 años cuando acompañé a mi tía al examen profesional de su hijo Norberto. El acto me pareció solemne. Él vestido de traje y corbata. Mi ti con su mejor atuendo. Nos acompañaba Francisco, el amigo de mi primo. Muchacho alegre y bien portado. Me caía muy bien porque se sabía mil chistes, tocaba la guitarra y sus comentarios estaban a la altura de mi entendimiento. Muchas noches los sorprendí estudiando juntos como dos grandes hermanos tanto que hasta me daban ganas de tomar mis libros también y sentarme junto a ellos.

Con la boca abierta escuché sus respuestas de Agronomía que con suma facilidad dio a los hombres tras la mesa. Yo no entendía una sola palabra pero supuse que lo estaba haciendo bien por los comentarios de aprobación que Francisco daba a mi tía.

Durante su fiesta no dejaba de admirarlo. Norberto era un prominente estudiante, practicante de karate y sin ningún vicio. Quería ser como él y tomando su ejemplo me apliqué.

Las ganas de estudiar me duraron poco porque estuve a punto de no terminar la primaria.

En secundaria me expulsaron por “burro”. Y siendo aún él mi ejemplo, me inscribió en otra escuela donde cada noche me vi obligado a liarme a golpes. Los muchachos odiaban a cualquiera que viniera de otras aulas.

No sé si los puños cerrados en mi cara o los golpes de la vida me sacudieron el cerebro. A partir de entonces, matemáticas ya no era la clase que más odiara. Mi vida dio un giro. ¡Qué hermosos se veían los nueves y dieses en mi boleta! El deporte comenzó a formar parte de mi rutina y siguiendo los pasos de mi primo tomé clases de karate.

Durante la carrera técnica sentí un poco de pavor, porque el primer semestre fue un periodo prácticamente de selección. De 160 alumnos sólo había cupo para 90, así que yo debía quedar por lo menos en el noventavo lugar para ser aceptado y continuar con mis estudios técnicos.

Fue una lucha constante de sapiencia. Rivalizamos unos a otros. Y yo observaba a los mejores calculando mis posibilidades. Estaba tan lejos de ser uno de los elegidos que en cada examen veía pronta mi salida por la puerta grande hacia la calle.

A veces la simpatía nos salva de un desastre. Mi compañera de junto se apiadó de mí y me dedicó su tiempo a enseñarme con paciencia lo que no había aprendido. Era la estudiante más temida por todos. Jamás se le conoció una calificación que bajara del 10 perfecto. Y digo perfecto porque no hubo en sus exámenes un solo tache.

Pero como todo favor debe devolverse tarde o temprano, resultó que mi amiga se enteró que su novio bateaba por los dos lados. Así que tuve que cubrir la vacante hasta lograr consolarla y hacer que se olvidara de él.

Durante los 3 años que duraron estos estudios, fui capitán del equipo de voleibol; formé parte de la banca del equipo de básquetbol; y competí en 800 metros planos, caminata y relevos. Nunca logré un buen lugar ni un excelente desempeño. El trabajo de medio tiempo como halconero no me dejaba ya muchas fuerzas.

Con la ayuda de mi amiga, la escuela ya no era la cueva obscura por donde salían murciélagos sino un amplio jardín donde podía respirar nuevo y múltiples aromas y entrar de lleno a las actividades de solo adultos.

De 160 alumnos que fuimos en un principio, sólo 20 logramos terminar la carrera técnica.
Mi amiga se fue a estudiar Odontología y yo Leyes.

De la Universidad no tengo casi nada que decir, excepto que distraje mis estudios y el deporte por culpa de las veinteañeras. Y es que uno deja cualquier cosa cuando existe la posibilidad de bajar unos chones detrás del coche más apartado del estacionamiento o en el primer rincón obscuro.

Confieso que prefería estas distracciones a andarme emborrachando con los cuates y andar tambaleante y estúpido por las banquetas.

No obstante, el último semestre llegaba a su fin. Dudé si comenzar a preparar mi tesis o dejarlo para después. Recordé a toda esa gama de pasantes que lo dejaron para otro día y hasta la fecha siguen sin comenzar con la primera página. Otros de plano han renunciado a titularse.

-¡Ya para qué!

No quise que eso me sucediera y de plano le entré a los libros. Me propuse terminarla para antes de celebrar la quema de Códigos y embriagarnos en la fiesta de graduación. No quería preocupaciones futuras.

Cuatro meses después de la merecida cruda, portando orgullosamente mi anillo al dedo, con plena seguridad y afiladito como hacha me senté frente a los sinodales para defender, a puerta cerrada, mi tesis profesional titulada: “La anticonstitucionalidad del arraigo domiciliario.”

Por unanimidad obtuve mi título y debo agradecerlo a mi primo y a mi amiga. Uno por inspirarme al estudio y la otra por ayudarme a sacar mejores calificaciones.

Hoy mi primo, el Agrónomo, trabaja para una empresa vendiendo herramientas para mecánico automotriz. Parece que la Agronomía, finalmente, no se le dio mucho.

Francisco, no se conformó con ser sólo Agrónomo sino que también se graduó de Doctor y Licenciado en Leyes. Lo he visto amenizar con su guitarra y sus chistes algunos cafés de la ciudad.

Mi amiga tiene tres hijos y no es capaz de sacar un diente aunque este sea de leche. Parece que su marido no la deja trabajar. Y yo…

Bueno, yo tuve que agarrar la primera chamba que se cruzó por mi camino. Soy taxista, pero no un taxista cualquiera. Soy un taxista preparado…


Comentarios: el.sabroso.21@hotmail.com

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