jueves, 24 de enero de 2008









RefleXos.

Por: Anselmo Bautista López.


En la más trágica soledad, el hombre abrió la puerta del más allá. No iba al encuentro de nadie, no iba en busca de Dios. Deseaba, en todo caso, bailar un cha cha cha en el infierno y ser despedazado por los demonios antes que desear la quietud del Paraíso Divino. Nunca alimentó, respecto de simbolismos religiosos, la más mínima creencia durante su vida: Dios y el Diablo le fueron temas de entretenimiento de los cuales le bastaba abrir cualquier parte de los textos bíblicos para desenmascarar, decía él: “...la ficción ahí encerrada y escrita con sumo cuidado y delicadeza.”



La muerte, le parecía, era el fin de todo lo que pudiera ser. En un principio fue el muro contra el que chocara de continuo sin poder traspasarlo, regresando constantemente de sus excursiones intelectuales lleno de angustia y preocupación. Su vida —pensaba— debía prolongarse, ya en forma de un hijo, en forma de un libro, ya refugiándose en la representación de la Vida Eterna. Pero estas formas le parecían vacías, absurdas, distantes de todo razonamiento lógico que le atacaban de cuando en cuando como una necedad del pensamiento que, al final, lo entretenían para descansar un poco de aquellos que lo ejercitaban.

Llevaba largo tiempo luchando contra los latidos de su corazón. Nada despertaba su atención; todo lo que le rodeaba llenaba de hastío su ser. Todo se marchitaba, todo hería y hedía. Ya no había fango donde manchar sus ropas, ni agua cristalina donde enjugarse; tampoco pecados más qué cometer. Por ningún lado advertía signos de inteligencia; todo era moralina y un no se qué de fastidio imperecedero. Se había desengañado de todo aquello que la gente de su época defiende con mas ardor, a decir, la Esperanza, la Fe, el Amor como las virtudes no solo cristianas sino inherentemente humanas, y de todo lo que representa un espejismo, por consiguiente una falacia. Cayó en la convicción de que la educación cubierta con el manto de la moralidad causaba más daño que bien: “...confunde más que esclarecer las cosas, sobre todo en lo que concierne a la vida sexual...”, manifestó ante el atento auditorio en una de sus presentaciones literarias.
Definitivamente había roto con las costumbres mas enraizadas y con el pensamiento de la actualidad, sin poder evadir el contacto con la sociedad, sobre todo cuando éste era el objeto de su estudio.

“No soy hombre que lleve la contraria ni tengo gusto por ello, solo quiero ser recto con mi pensamiento”, respondió cuando se negó a reconocer la majestuosidad —así considerada— de una obra.
Cuando sentíase infectado por el populacho pasaba largos días en soledad en su casa de campo, completamente desconectado del mundo exterior.

Esta no era su época. Se había adelantado a nacer en una temporada en la cual no encajaba. Perfectamente se daba cuenta que se requería de otros miles de años para que la humanidad cambiara a nuevas vestimentas y otro tipo de calzado que no fueran, desde luego, túnica y sandalias.

Vivió dejando una nueva forma de vivir y de pensamiento y esto —tal vez fue a sí— lo alejó demasiado de los demás, allá, en las alturas donde las aves reconocen la dirección del viento.
Ahora, todo había concluido y era tiempo de detener la maquinaria de una vez y para siempre. No tenía cáncer, no estaba enfermo, ni había perdido en la bolsa de valores, ni siquiera un solo bien. Comprendía que:

“...abusar de una máquina que ha dado hasta su última capacidad requiere de un gasto mayor y una constante vigilancia en mantenimiento y eso es tan absurdo para la economía de la humanidad”.

Tomó papel y lápiz y así lo escribió. No tuvo la intención de provocar el sentimiento de lástima para los que alcanzaran a leerlo, sino de decirle al mundo entero cuándo se debe morir. También redactó una posdata en la que pedía amablemente no se le celebrara misa alguna de ningún tipo y que por supuesto en su sepulcro no se colocaran imágenes religiosas o simbolismos, ni habidas ni por haber.

Tomó el frasco con formol e ingirió todo su contenido. Un intenso dolor en su estómago lo dobló por un instante pero lo venció sin gesto alguno. Se recostó y colocó cuidadosamente sobre su pecho un engargolado con la inscripción: “Filosofía de los Sentimientos. Para los que no comprendieron mis obras”.

Se trataba de su pensamiento filosófico más profundo desarrollado a lo largo de sus años y del que no sabía ni el más cercano amigo.

Cuidaba del libro como un hijo pero también lo veía como un padre que le daba consejo, o lo trataba como al amigo con quien pasaba largas horas conversando y jugando ajedrez, no obstante de tratarse de su propia obra. Podría decirse, su mejor obra porque durante su longeva vida había publicado cinco novelas narrativas en las que astutamente introducía, a través de sus personajes, trozos de su filosofía. No obstante, su actor principal era poco comprendido dejando al lector un sabor desagradable y confusión. Esto le satisfacía saber porque así como eran poco comprendidos sus protagonistas también él había sido mal interpretado.

Esto no fue un obstáculo para que su literatura se vendiera como pan recién salido del horno y ser leídos desde los más distraídos lectores hasta los círculos intelectualmente más cultivados.

Cabría decir que ninguna esfera social lo desconocía: estudiantes, filósofos, poetas, políticos, teólogos, científicos, psicólogos, amas de casa y todo aquél que disfrutaba de la lectura solo por el gusto de leer.

Cinco obras marcaron su triunfo como escritor y filósofo pero aún estaba por darse a conocer lo mejor de él: “Filosofía de los Sentimientos” que vendría a darle en la posteridad la gloria y un lugar en la historia de la literatura.

No hay que dudar ni por un instante ver su biografía en las librerías y bibliotecas. Tal vez algún día se le llame: “El Apóstol de la Filosofía Trágica”.


















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